Aunque tarde, lo prometido es deuda. Aquí tenéis el texto leído en el Círculo de Bellas Artes de Madrid durante la jornada organizada por la Fundación AISGE, en colaboración con CEAS-Sáhara. El texto fue leído por representantes de la cultura, como el Gran Wyoming, Antonio Valero, Juanjo Cucalón, Mariano Venancio, Lucía Villar, Asunción Balaguer, Silvia Tortosa, Juan Ramallo, Jorge Bosso, Amparo Climent, Claudia Gravi, Pilar Bardem, Pedro Mari Sánchez, Ana Goya, Roberto Enríquez, Xabier Elorriaga, Willy Arroyo o Ana Otero, entre otros. Es largo, pero creo que para los que no estuvísteis allí será de interés leer íntegro:
El Muro de Berlín fue el símbolo de la vergüenza y la infamia durante sus 28 oscuros años de historia. Todos hablaban de él, todos lo denostaban, todos festejamos su caída y demolición en aquella fría y gozosa noche de noviembre. Hay otros muros, en cambio, de los que casi nadie parece dispuesto a hablar, pese a que encarnan parecidas miserias humanas y, a diferencia del berlinés, aún no cuentan con ninguna picota preparada para su demolición. Fíjense, por ejemplo, en ese Muro de Marruecos que desde hace un cuarto de siglo perpetúa la ocupación a la que este país somete al Sáhara Occidental. Mide sesenta veces más que el muro de Berlín y cuenta con miles de soldados, armados hasta los dientes, que vigilan cada uno de sus metros.
Nos preguntamos, como Eduardo Galeano en su día, lo siguiente: “¿Por qué hay muros tan altisonantes y muros tan mudos?”. Nosotros, desde luego, no estamos dispuestos a que nadie nos cierre la boca.
¿Cuántas resoluciones más de Naciones Unidas son necesarias para que la comunidad internacional –y, más concretamente, Mohamed VI de Marruecos– acepten y reconozcan el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui?
Hassan II, el padre de Mohamed, anunció en su momento que convocaría un plebiscito, para lo que llenó de marroquíes el territorio ocupado. Ni siquiera así se fiaba del resultado, así que el anuncio inicial de referéndum quedó primero en suspenso y más tarde en el olvido definitivo. Mohamed VI, por supuesto, sigue sin darse por enterado. Tienen miedo a la voz del pueblo. Mucho más miedo, por cierto, que a las resoluciones de la ONU, que ya se ve para cuán poco sirven.
El patriotismo saharaui no es cuestión de chovinismo ni petulancia, sino de dignidad elemental. Aquellos hombres y mujeres no reclaman pertenecer a ningún G-20 ni recibir las visitas de esos grandes dignatarios mundiales que vemos cada noche en los telediarios. Sus pretensiones son mucho más modestas: una bandera y el territorio que siempre les perteneció. Parece pura lógica, pero la lógica y la política no siempre caminan de la mano.
Un total de 82 países del mundo han concedido el reconocimiento diplomático a la República Saharaui, pero ninguno de esos 82 países se encuentra en nuestro viejo continente europeo. Ni siquiera España, que hasta hace menos de 40 años tuvo al Sáhara como colonia, ha tenido el arresto moral de dar un paso adelante. De brindar un gesto significativo a la comunidad internacional. La democracia llegó a nuestro país con la transición, pero durante todo este tiempo nuestros gobiernos, de uno y otro signo, han preferido escurrir el bulto con el asunto del Sáhara.
Los habitantes de los campamentos de refugiados, en el sur de Argelia, son los artífices de un verdadero milagro del que deberíamos tomar buena nota en nuestra opulenta sociedad occidental.
Son pocos, no tienen casi de nada y les han despojado de su tierra, pero conservan la dignidad, la mirada limpia y el firme propósito de permanecer fieles a sí mismos. Quienes hemos pisado Tinduf y sus alrededores sabemos que aquel es el más desértico de los desiertos, un lugar inhóspito en el que apenas se atreven a crecer los cactus.
Los asentamientos saharauis se encuentran en un pedregal, pero este pueblo noble y generoso no ha perdido por ello ni un ápice de su espíritu tolerante y hospitalario. Es, a buen seguro, la más igualitaria de las sociedades musulmanas. Y es por todo ello la más merecedora de nuestro esfuerzo solidario, que nada tiene que ver con la caridad. Más pronto que tarde llegará el momento de desenmascarar a los poderosos. Nuestras retinas serán testigos de ese día en que la hipocresía de las grandes corporaciones deje paso a la justicia social.
El Sáhara Occidental figura desde el año 1963 (y a fe que ha llovido desde entonces) en una clasificación particularmente relevante de la ONU. Se denomina “Lista de territorios no autónomos pendientes de descolonización”.
A día de hoy, 34 años después de la retirada de España, va siendo hora de tomar cartas en el asunto. Va siendo hora de que políticos y diplomáticos nos den algún motivo para recuperar nuestra confianza en ellos. Quizás no sean las suyas profesiones muy permeables a la poesía, pero les vendría bien escuchar voces como la de Ali Salem Iselmu, poeta saharaui exiliado. Permítanme sólo unos versos: “Decidles que la tierra no es de ellos / que la gente no es de ellos / que las piedras necesitan ser libres. / Decidles que el Aaiun duerme / para quedarse sin sentido, / que quien niega / será negado por la ternura / de esas voces melancólicas y sedientas”.
Ojalá libros como éste, titulado ‘Solucionar el conflicto del Sáhara’ no tendría por qué resultar difícil. No concurre en él ninguna de las disputas que más sangre y dolor han propiciado a lo largo de toda la historia de la humanidad. No hay colisión entre etnias o religiones, tampoco son dos pueblos que se disputen un mismo territorio por razones históricas.
El conflicto del Sáhara tiene un origen mucho más crudo y sencillo: la ocupación ilegal y forzosa de un territorio a partir de la llamada “marcha verde”. Así las cosas, ¿de verdad sería tan complicado que los gobernantes de nuestro entorno occidental garantizaran un referéndum libre y regular de autodeterminación?
Se lo debemos a nuestros hermanos saharauis, por pura decencia. Y está en manos de todos, pero sobre todo de la Organización de las Naciones Unidas y de los gobiernos español y francés. Tampoco queremos olvidarnos, por último, de los defensores de los derechos humanos que desde el Sáhara nos han aportado una lección de integridad y coherencia. Tenemos mucho que aprender de ellos.
Guardamos aún fresco en nuestras mentes el caso de Aminatou Haidar, esa activista de cuerpo diminuto y corazón gigante que durante 32 angustiosos días puso en peligro su vida en el aeropuerto de Lanzarote. Una huelga de hambre constituye una medida excepcional, pero gracias a mujeres como Aminatou hemos aprendido que la dignidad constituye un valor irrenunciable.
Por ahora, los saharauis esperan. Llevan 35 años esperando sin perder la esperanza. Están condenados a pena de angustia perpetua y de perpetua nostalgia.
La nostalgia les ha llevado a dar a los campamentos de refugiados los nombres de sus ciudades secuestradas, sus perdidos lugares de encuentro, sus querencias: El Aaiún, Smara…
Ellos no pierden la esperanza.
Ellos se llaman hijos de las nubes, porque desde siempre persiguen la lluvia. Desde hace más de treinta años persiguen, también, la justicia, que en el mundo de nuestro tiempo parece más esquiva que el agua en el desierto. Ojalá veamos pronto un Sáhara libre y ojalá que el de Haidar sea el último de estos casos al que debamos enfrentarnos.
Pedimos una solución pacífica para un Sáhara Libre.
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